Angélica era una señora emocionalmente abandonada por su familia. Es habitual: pagan el mes pero no vienen por el geriátrico. Uno cumple su parte, el otro también, todos contentos diremos. Salvo la señora. Con el tiempo, aceptó que su familia no la quisiera. Poca gente aguanta a una anciana que necesitaba pinchazos para la insulina y encima odiaba ver manar sangre de sí. Cabe aclarar: en ese entonces se requería un gran pinchazo; hoy es con sensibles maquinitas portátiles del tamaño de una caja de chicles y duele nada medirse el azúcar en sangre. En fin: hay que estar detrás de una señora.
Cuando falleció, solo cuatro llevaron el féretro: mi madre, mi hermano, un primo y un médico amigo de la familia. Fin, diría Adorni.
Virginia, la primera persona que vi morir frente a mis ojos.
Amalio, ‘Amelito’, quien vivía en París, a pocas cuadras de la Torre Eiffel e igual decidió venirse a Montevideo primero, a morir en Argentina después. Todo por un amor, comentaba jocoso.
‘Chola’, a quien también vi irse de este mundo. Pudimos, al menos, llamar a su hijo y este pudo darle la despedida correspondiente entre familia.
No recuerdo su pasado, pero sí su estancia. Eso me basta para darles un respeto mínimo.
Llevo conmigo muchas historias, que no deseo mueran con mi despedida en unos meses de esta casa, seguro de esta ciudad, quizás de este país. Todas las vidas merecen al menos unas líneas. Trataré, entonces, de darles trascendencia con mi capacidad limitada. Espero alcance para honrar esa memoria.