En medio de religión, política y amor
Esta es una historia de hace un tiempo atrás; un tiempo que queda cada vez más olvidado, como todo lo pasado y doloroso.
Hay relatos contrapuestos sobre la relación entre el Arzobispo de San Salvador (República de El Salvador), Oscar Romero, y el Papa Juan Pablo II. La versión que suele correr es que el padre Romero rogó y pasó tribulaciones para acceder a unos minutos con Wojtyla en plena Plaza San Pedro, para luego tener una audiencia privada donde el europeo humilló al americano.
Pero Jesús Delgado, entonces secretario privado de Romero, da otra versión: el Padre Romero tuvo un primero encuentro mas bien fortuito con el Papa, luego uno amistoso y hasta pedido mismo por el Santo Padre, para finalmente no verse jamás por el asesinato del salvadoreño.
En ambos relatos, hay una coincidencia: el fervor anticomunista del Papa polaco, harto conocido.
Es clarísimo, viendo que Romero fue asesinado al poco tiempo de verse con el Papa, que no hubo protección suficiente o recaudos adecuados para negociar con la dictadura derechista entonces en el poder salvadoreño. Se puede acusar, quizás, al Papa de no haberlo cuidado. En tal caso, ¿por qué no lo hizo?
Mi respuesta es sencilla: por incapacidad de entender a la persona frente a sí, su historia, su país. Guste o no, en Polonia el comunismo era un azote pero en El Salvador, en ese contexto, representaba una esperanza ante la dictadura y negociar con ellos podía entrar en un abanico de opciones. Pero el Papa estaba sitiado por SU historia y condiciones: el comunismo era representante del Demonio, por ende ninguna negociación en ningún lugar.
Esta tensión entre miradas, cuanto menos, facilitó la muerte de Romero.
Esta respuesta la traspolo a otras situaciones, a ver si se entiende mejor en ejemplos más cercanos que me interesan.
Siempre que hablo con gente de Provincia de Buenos Aires y es opositora al peronismo, me sucede algo curioso: con justicia los veo enojados contra su gobierno, y ven necesario cambiarlo por uno distinto, e idealizan al gobierno porteño. Pero no termina ahí a veces: sugieren que los porteños que queremos un cambio en la Provincia no deberíamos criticar tanto a nuestro gobierno, aunque lo merezca, ya que eso no seduciría indecisos en PBA y por ende estaríamos ‘ayudando al enemigo’. Problema: yo tengo quejas de sobra con el gobierno local, aunque no sean profundas. La situación con el subte (donde no se construyen subtes ya y la Linea E es un espanto que pasa cada 7 a 14 minutos); no se podan árboles, sino que se los retira ya caídos post-tormenta y generan roturas a particulares y el Estado mismo; el tránsito no termina de ordenarse ya que siempre hay protestas que nadie sabe satisfacer, descomprimir o derivar; ciertas agencias están de adorno; entre otros.
No me van a entender en mis reclamos: son banalidades para la mayoría, que vienen de calles sin iluminar, en barrios donde el asfalto hace lustro o más no se renueva, y la inseguridad es la norma y no la excepción -y podría seguir.
Pero yo tampoco quiero ceder. Y ellos menos… Y se genera el problema.
Es, en definitiva, como la persona en pareja que no entiende por qué los solteros nos quejamos de nuestra situación. Para quien se acostumbró a la compañía, no entiende que ‘no es para tanto’ o ‘no es nada del otro mundo’ tener con quien compartir el mundo. Quizás crean que es sólo para coger la cosa, no se. Dicen esas frases entrecomilladas quienes tienen ‘asegurado’ lo suyo. O saben que perderlo es secundario: ya lo hallarán de nuevo.
En cambio, acepto, a quienes nos pesa la soledad no entendemos los sacrificios y cesiones que suceden día a día: el estar obligados a negociar asiduamente con una persona que queremos y en la cual depositamos mucha confianza, pero puede estafarla en instantes; relacionarnos del mejor modo posible con una familia totalmente ajena sin tampoco meterse en exceso allí, y aguantar intromisiones a veces irrespetuosas de gente que, en realidad, no conocés pero es quien crió a tu pareja asique debés respetar igual; dejar planes personales, algunos muy queridos, en pos de objetivos casi exclusivos de la otra persona; o mismo el levantarse a la mañana agotados con tan solo pensar lo que espera en el día y no inundar a gritos a quien nos compró café instantáneo en vez del que viene en granos para el desayuno. Sólo pensamos en saciar nuestra sed.
Siempre, verán, hay incomprensión.
Quizás Kierkegaard tenía razón: gran parte de los problemas humanos son comunicativos. O, al menos, los más profundos.
Qué bonito sería solucionarlos. Que bonito…